sábado, 8 de enero de 2011

Un escenario, Dos vidas

Como un león enjaulado, repasa los momentos delicados de lo que podrá ser la actuación que comenzará en 5 minutos, como bien anuncia una voz en off en el auditorio, donde de repente todos los murmullos han bajado su intensidad. La orquesta comienza a salir al escenario y algunos mientras pasan le infunden ánimo y le desean suerte. Ella no está nerviosa, pero tampoco está tranquila. Lleva muchos años en esto de la música y sabe cómo funciona, pero eso no quita para que en los momentos previos a salir al escenario sienta esos nervios pseudo-agradables que te hacen estar en tensión. De repente se abren las puertas y las bambalinas se llenan de luz proveniente del escenario, ella respira hondo y se lanza al escenario con paso decidido, luciendo su precioso vestido negro y exhibiendo su exquisita elegancia encima de sus tacones. Cuando por fin pisa las tablas del escenario, sus pasos resuenan en todo el auditorio, que automáticamente rompe en aplausos a la par que la orquesta con rigurosidad marcial se levanta de sus asientos. Nunca le han gustado este tipo de clasismos que rodean la música clásica, pues sabe que entre toda esa orquesta, entre todos esos músicos de etiqueta, la gran mayoría le tendería una emboscada si pudiera, empezando por el concertino, quien en esos momentos le ofrece su mano en señal de respeto luciendo una sonrisa de lo más hipócrita. Pero no es tiempo para bobadas y roces personales. Lleva toda su vida, desde que tenía cinco, años tocando el violín y lidiando con este tipo de persona y si ha conseguido llegar hasta ahí es porque en la medida de lo posible, ha intentado escapar de las múltiples calumnias que sus “compañeros” intentaron hacerle.
Se calza el violín al cuello, respira de nuevo, y mira al director indicándole con un gesto afirmativo que puede comenzar en seguida. La música comienza y rompe el ensordecedor silencio que reinaba la sala. Ella echa una mirada al inmenso auditorio, pero los focos no le permiten ver más allá de la tercera o cuarta fila. Hasta cierto punto es mejor no verles, con sentir que unas dos mil personas clavan su mirada en ti es más que suficiente. Ha llegado el momento, y decidida sube el arco para con brío arrancarle a su caro instrumento las primeras notas que Camille Saint-Saëns escribió en su concierto para violín hace mas de 100 años.
Es difícil describir la sensación de sentirte heredero de una dinastía musical. No eres nadie, pero sí lo eres. Ha habido cientos de personas que se han enfrentado a este concierto, que han pisado este auditorio antes que tú. Nombres míticos a los que tú has admirado, a los que tú has seguido, y a los que, en cierta manera, tú sirves de continuación.
El tiempo transcurre y tras el momento crítico de los armónicos del segundo movimiento se dispone a atacar el tercero.
Su cara impertérrita intenta reflejar el menor número de sentimientos, pretende transmitir al espectador que ella está muy por encima de lo que requiere este concierto, como le enseñaron sus maestros. Sin embargo, los que de verdad le conocen saben que detrás de esa insultante seguridad en su rostro hay mucha indecisión, que se refleja en sus cejas como cuando, en una sola ocasión, se le escapó una mísera nota, de las miles que tiene ese concierto. Por fin termina ese momento mágico y tortuoso que supone estar dando la cara en el escenario, y la gente arranca unos aplausos desmesurados, incluso algún bravo se hizo oír por encima de las palmas. La cuerda mueve los arcos en señal de aplausos y aprobación, siguiendo esta estúpida manía que impide a un músico clásico aplaudir a un camarada en el escenario. Tras el protocolario apretón de manos con los cabezas de atril, y el abrazo en el maestro, se restira entres vítores.
Ha sido una gran actuación, sin duda, casi como había soñado, pero en la música clásica nunca es perfecto y eso la reconcome y le hace repasar mentalmente sus pocos fallos en lugar de sus numerosos aciertos, mientras estira esos músculos que ya le piden un descanso después de tanto tiempo forzándolos casi 10 horas diarias. Guarda con mimo su pequeña joya en la funda, esa que desde hace tiempo adora y odia, esa que le dio múltiples alegrías e infinitos disgustos y sale del camerino, donde se cruza con muchos de los educados músicos que en el escenario le sonreían y ahora critican sus fallos en las esquinas. Avanza hasta la calle intentando aparentar confianza y haciendo oídos sordos, y cuando por fin franquea la última puerta y accede a la calle cierra los ojos, disfrutando del aire frio de la calle. En ese momento una voz desde lejos le dice:
-¿Las cejas siguen delatándote eh? Aunque cada vez menos.
-Supongo que sí
-No te preocupes, mañana en la edición matinal del periódico no pondré nada de ello para que ningún otro crítico sepa tu secreto
-Gracias- comenta medio humillada, medio agradecida.
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En la otra esquina de la ciudad, en un pequeño garito de copas un tipo jovial y divertido se dirige con un violín en la mano a subirse al escenario del bar, mientras bromea con la gente que tranquilamente bebe y se dispone a disfrutar de un poco de jazz, y que en 10 minutos pasarán a ser su público.
Viste un traje con sombrero, estilo años 20, con la corbata desanudada y la camisa abierta, emulando a muchos de sus ídolos del jazz clásico. Sube el escalón que separa el suelo del escenario, saluda a sus compañeros y amigos con un choque especial de manos que tienen dentro del grupo y agarra el micrófono con decisión. Tras dirigirse al público con un tono respetuoso, pero informal, correcto pero divertido, mira a los otros tres miembros del grupo y dice en alto: One, two, one two Three… y el blues comienza a fluir por las venas de las personas presentes, tanto a un lado como al otro del escenario. Los pies se mueven, los dedos chasquean en el 2 y el 4 de cada compás, los “yeah” se hacen oír por encima de los murmullos de voces y cristales que dominan el bar, y los aplausos interrumpen el tema cada vez que el público está conforme con un solo, con una cita o con lo que considere oportuno. El ambiente es excepcional, cómodo, tranquilo, cercano. Desde que comenzó con el violín, estudiando en el conservatorio, siempre se sintió muy comprimido y encorsetado en las rigidísimas normas clásicas, disfrutaba con las composiciones de los maestros de otros tiempos, pero no soportaba que la gente valorara más la perfección absoluta, la seriedad, el clasismo, que las innovaciones, que las interpretaciones sentidas y personales. Nunca entendió que le criticaran por moverse demasiado mientras tocaba, o que le obligaran a interpretar según los cánones de sus maestros, cuando existían miles de formas enfrentarse a un concierto. Por eso, cuando probó las mieles de la música popular, esa que parece prohibida en el conservatorio y en los centros de enseñanza, pero que posee una riqueza y una tradición envidiables, decidió cambiar sus prioridades.
No había renunciado a la música culta o clásica, ni mucho menos, seguía escuchándola e interpretándola en su casa, donde nadie le criticaba si fallaba, pero de cara al público prefería mostrar otras formas de expresión musical. Se había dedicado a intentar desmitificar esa visión que el gran público tiene del violín como instrumento únicamente valido para la interpretación de Mozart y compañía, y se había embarcado en todos los proyectos que le habían ofrecido, ya fueran blues, pop, jazz, tango, música celta, bandas sonoras… y eso era lo que intentaba inculcar en la escuela de música a sus alumnos.
Su sueldo era muy inferior al del último violín segundo de una orquesta sinfónica mediocre, pero la felicidad que experimentaba y el hecho de sentirse realizado eran para el mucho más importantes que el dinero.
Hoy se había subido a este pequeño escenario sin ninguna presión, sabiendo que nadie le compararía con nadie, porque la interpretación de esta noche es única, y ni si quiera él mismo podría repetirla, sería mejor o peor, hay días de mayor inspiración que otros en esto de la improvisación, pero nadie le juzgaría por ello, los asistentes disfrutarían de todo aquello que él les iba a regalar de mil amores, obviando todos los posibles fallos.
Había leído esa mañana en el periódico que una antigua amiga del conservatorio iba a interpretar Saint-Saëns en el auditorio, y le hubiera encantado ir si no hubiera sido por el conciertillo que le tocaba dar. Cuando leyó la noticia reflexionó y pensó que quizás podría haber sido él quien llegara un día a interpretar en el auditorio, pero en seguida miró lo que tenía y lo que era como persona y como interpreté y no lo envidió ni por un segundo.
El concierto estaba a punto de terminar, y tras muchas risas, buen rollo, miradas de complicidad y admiración dentro y fuera del escenario y sobre todo después de casi dos horas de disfrute pleno se bajó del escenario. En seguida los propios compañeros y amigos del grupo se felicitaron entre ellos y bromearon con lo que había sido el concierto y con sonrisas recibieron a todos los conocidos y extraños que vinieron a felicitarles por su actuación.
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Al día siguiente ella se despertaba sola, pero con dos mil euros más en el bolsillo, entre las sabanas blanquísimas del hotel de lujo que le habían buscado los que le habían contratado, y ansiosa se abalanzaba sobre el periódico a ver la crítica de la noche anterior. Se vio en la portada bajo el titular: “ACTUACIÓN CORRECTA DE LA CELEBRE VIOLINISTA…” -“¿Correcta?”- pensó, y abrió el periódico por las dos páginas centrales que le dedicó la publicación local, donde puedo leer un texto que rezaba: “Una interpretación demasiado briosa y sentimental tomo anoche la sala de conciertos del auditorio (…) la reputada violinista, quien aun tiene que domar su ímpetu quedó bastante lejos de las míticas interpretaciones de Menuhin (…) sin apenas fallos dedicó al publico una velada interesante…
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Al otro lado de la ciudad, rodeado de su familia en su casa y con 100 euros más en su cuenta corriente, su mujer le dice:
-Mira cariño, esta vez tenéis una pequeña reseña, y hasta una foto, os ponen bastante bien. No sabes que orgullosa estoy de ti.

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